jueves, 18 de agosto de 2016

centro comunal 2

MIL PALABRAS

El propósito del local del centro comunal era el de un lugar de reuniones. Un espacio de pertenencia colectiva que sirviera de entretenimiento en que consumir el tiempo de ocio,  generado por la jornada del trabajo  y el  complementario período de sueño.  Los tiempos modernos hablan de 24 horas diarias o del lapso de la relación laboral dividida en tres fases. Ocho de la faena, ocho del sueño y ocho horas ociosas con las que hay que hacer algo para evitar que el pensamiento se ocupe de analizar los niveles de miseria en que vive el obrero venezolano. Por supuesto que para desarrollar una cultura popular, -en semejantes términos y que se generaría a tenor de esas conversaciones-, más que el recinto era  necesario despertar el poder imaginario del pueblo. Encontrarse con el talento o con la genialidad y educarlos para salir del anonimato. Para bien o para mal, no ocurrió ni lo uno ni  lo otro sino todo lo contrario. Ni el  genio ni  el talentoso aparecieron y el centro comunal se usó para desarrollar la cultura grotesca del “raspa canilla” con un baile cada 8 días, cosa que no es mala per sé. Lo repugnante eran  las borracheras y reyertas callejeras en que terminaban estos bonches. Hoy día, el Centro Comunal, es un remedo de su propósito, caído en el abandono  como  pieza del pasado. Sólo se ven  recuerdos de aquel espacioso salón,  desdibujado en la memoria y semi-borrado por la historia. Convertido en un mamotreto que reniega de su  existencia. Otro sitio abandonado que llora su   triste  soledad sobre los muros derruidos por el tiempo. De esta manera  surgen  migajas de  sombras que se resisten a desaparecer.  Entonces brotan  las anécdotas de boca en boca,  que convoca al protagonismo silente de los parroquianos, sobrevivientes de aquellos días insuperables de alegría. Historias que Manuelito García sale a recoger, de las palabras  de quienes ejecutaban aquel teatro lugareño. Nuestra intención es  que el pueblo haga su juicio y corrija los equívocos y siga su búsqueda de poder entender eso que llaman cultura. De qué manera se come,  con qué se acompaña ese bocadito que nos indigesta con frecuencia. Al abandono de la casa comunal se adhiere el cierre del edificio cultural,  creado con propósitos similares    y  al  parecer a nosotros y al pueblo nos  queda muy grande la palabra cultura. En El Hato no hay pintores, no hay poetas, no hay escritores, no hay músicos. Hay un divorcio total con la cultura.      Que pueden hablar, -unos  COME DATOS CON SEMERUCOS-, que no sea del hambre pareja que padecemos hoy y de la sequía que se ha vuelto crónica en la vida del paraguanero.




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